Golosinas

Publicado: 08/10/2020 en Gastronomía y vino

Delicioso e inquietante bocado de #gastroficción

Desde 2014 la chef de origen dominicano María Marte está al frente del Restaurante Club Allard en Madrid, que ostenta dos estrellas Michelin. El sábado pasado la visité para conversar con ella antes de marchar a República Dominicana, donde ofreceré sendos talleres de Crítica y Ficción Gastronómica, y, sobre todo, para probar su cocina de autor, creativa y técnica.

Lo que más sorprende plato tras plato es la fusión del dulce y el salado, una marca tropical y caribeña, que también los canarios tenemos en nuestra cocina. Lo mezcla con elegancia, al igual que el picante en alguna ocasión. Es una ventana de aire fresco que huele a coco, yuca, rocoto, millo o maíz, tomatillo y plátano. Pero que tiene, además, la marca española del ajoblanco (convertido en ajomarino con plancton), las migas, aunque hechas con remolacha y no con pan y la urta (sama roquera) a la Roteña, pero en lugar de con tomate, tomatillo.

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Anguila ahumada con rocoto, tartar de fresa, almendra y cocoblanco. Club Allard. Foto: Yanet Acosta

El comienzo del menú Seducción (tiene tres, elegí el del medio, la diferencia son más o menos platos y más o menos dinero. En este caso son 12 platos y cuesta 105 euros sin incluir bebidas ni café), es fantástico: Anguila ahumada con rocoto, tartar de fresa, almendra y cocoblanco. La combinación de estos ingredientes está muy pensada. No son una casualidad, sino la suma de los cuatro sabores para conseguir que nuestro paladar caiga rendido. La anguila salada combina con el ácido de la fresa, el dulce de la leche de coco y el toque punzante del rocoto. La cremosidad de la salsa-sopa de coco, contrasta con el crujiente de las almendras. En suma, sabor de Oriente y Occidente, con el Caribe a medio camino.

El segundo aperitivo también daba la mano al Japón, un Chupito de pez mantequilla y espárragos blancos acompañado de pan tostado con huevas y esferificaciones de aceite de oliva. La espuma de espárragos era la parte refrescante del aperitivo, pero se quedaba corta ante un conjunto en exceso salado.

Siguiendo con mis favoritos, cuento la experiencia con el Cupcake de huevo de codorniz y trufa. La base de este trampantojo de la conocida magdalena americana es de yuca frita y el interior alberga la yema y una mousse de espinacas trufada tocada con una pequeña lámina de calabaza tostada. El plato de un color verde muy llamativo se toma de un bocado. Y así de rápido se mezcla todo, como las culturas, como las sociedades, como los seres humanos, dejando un recuerdo amable que me deja entre Europa y América.

El «Arroz del Mar» es otro trampantojo, pues los granos de arroz son sabroso y minúsculos cortes de calamar. Solo las conchas de mar están hechas de arroz. La salsa está hecha de plancton, el ingrediente creado por Angel León hecho con microalgas y que da un potente sabor a mar. Afortunadamente en este plato está muy bien ligado y el mar está presente con deliciosa elegancia.

No ocurre lo mismo con un «ajomarino» hecho también de plancton y que acompaña a unas cigalas confitadas. Esta «sangre verde» que es el plancton es un potenciador con el que menos es más.

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Urta con migas de remolacha y escabeche de tomatillo. Club Allard. Foto: Yanet Acosta

Seguimos con otro de mis favoritos, la Urta con migas de remolacha y escabeche de tomatillo. Es fantástica la unión del tomatillo picante con el pescado.

En un momento llega a la mesa el aroma de las brasas, ese que nos hace sentirnos recién salidos de la caverna y que nos hace salivar. Es uno de los efectos especiales que usa en el comedor y que está completamente justificado pues sobre la mesa se dispone un cuenco-brasa sobre el que descansan una láminas de pato con una mazorca, nuevamente trampantojo hecho con gran esmero de polenta de choclo o maíz o millo, patata o papa y mantequilla.

Los salados concluyen con otro plato que me recuerda al Caribe y a mi propia tierra, Canarias, que tanta unión tiene con Venezuela y otros países de América. Se trata de una versión del Asado Negro de res típico venezolano y que María Marte presenta hecho con cerdo ibérico (llamado en España cerdo negro) ligado con una salsa cremosa de plátano dulce y tocado con un «tostón» hecho con arroz.

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Asado negro. Club Allard. Foto: Yanet Acosta

Los postres mantuvieron el enlace de civilizaciones con una Flor de hibiscus con Pisco Sour refrescante, seguida por una «dominicana» Pera-Piña y seguido de un Monte Invernal. Para acabar, con el café divertidos y refrescantes petit fours que sacan la sonrisa del niño que escribe sobre pizarra con tizas de mango.

Esta diversión puede sorprender en un espacio como el Club Allard, clásico club privado que se abrió al público en 2003 como restaurante con la elegancia de principio de siglo XX (no se permiten pantalones cortos ni calzado deportivo en los hombres), pero el desenfado de los platos siempre está dentro de la corrección de una cocina muy personal y atrevida por la fusión.

El 80 por ciento de los comensales son visitantes internacionales y quizás por eso la propuesta de armonía de vino y comida del sumiller Javier Gila puede parecer más conservadora: Aurumred 2014, Chivite Chardonnay 2013, Cillar de Silos 2012, Jorge Ordoñez n2 2013 y Teneguía 2013 (Este último es un guiño a las Islas Canarias, de donde ambos procedemos y que agradecí de corazón).

El restaurante del Club Allard obtuvo su primera estrella en 2007 y la segunda en 2011 con Diego Guerrero. Ahora María Marte las ha renovado con su personal cocina de encuentro de Oriente y Occidente pasando por el Caribe y con la que le deseo alcance la tercera.

Si quieres conocer más a María Marte aquí puedes leer una entrevista que realicé para The Foodie Studies.

 

 

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Yo fui Johnny Thunders de Carlos Zanón es una novela que sabe a moho. El mismo que nace descontrolado en una masa madre pasada y mal cuidada, que es luego inevitable en el pan aunque esté recién horneado. Si la madre, esa levadura natural, está enmohecida, de nada vale haber amasado con mimo. La levadura son hongos blancos, pero los que saben mal son negros.

De nada le vale tampoco a Francis/Mr Frankie cambiar de vida volviendo al barrio. Tampoco a Marisol, su hermanastra y para mí verdadera protagonista de esta novela de Zanón en la que el tema principal es la violencia machista que hace primero que la humillen por haber sido hija parida por una puta, lo que parece daba más derecho al padre de adopción a violarla con el consentimiento de su mujer.
Ese moho que no permanece huya a donde huya, vaya al hombre que vaya durante ya su vida adulta.
El moho de la fruta pasada que consumen padre e hijo y el moho que se adivina en unos yogures caducados cogidos en la refriega de la basura de un supermercado entre los que ya poco tienen para comprar.
También me sabe a moho el desamparo de una víctima de violencia de género:
«Las visitas pasada la novedad, dejaron de acudir. La policía igual. Muchas preguntas y mucho darle vueltas a lo mismo, pero desde hacía días, nada. ¿A quien le importa lo que le haya podido pasar a una mujer que se ha liado con un moro? ¿Es que no aprenderán nunca?»
La vida de un héroe de barrio gracias a la música, un yonkie, que falla a todo el mundo y a sí mismo.
Las palabras de esta novela se deslizan como los dedos por las cuerdas de una guitarra. Qué bien escribe Zanón, oiga.

Unknown

Black, black, black (2010) es la primera novela del detective Zarco, un dandi, gay con querencia por los jovencitos como Olmo, frío asesino de mariposas. Zarco ironiza por no ser uno de esos detectives de Cosecha Roja o Adiós muñeca. No bebe litros de whisky y el sentido del humor es su aliado. Come en casa del sospechoso croquetas de jamón y merluza en salsa verde y la única pista que encuentra son los rastros de harina entre los anillos de la señora de la casa. Las croquetas son caseras.

Se enamora del asesino y solo gracias a la intervención de Paula, su ex-mujer, puede resolver el caso y cobrarlo.

Este fin de semana conocí a Marta Sanz en la Feria del Libro de Fuerteventura. Por supuesto, le hablé de Zarco, del que dos años después sacó Un buen detective no se casa jamás. Me dice que no volverá al género negro y que no se encontró demasiado cómoda en el ambiente de escritores de género. Y no me extraña. Su propuesta es una sátira de la novela negra un detective que no hace su trabajo. Un dandi y un seductor. La perdedora es Paula, su ex-mujer que siente el frío de la soledad y su cojera como el lastre de su vida. Al rato se retracta y me dice, bueno, a lo mejor recupero a Paula. Mola.

Marta vive el Madrid y en su Black, black, black se nota sobre todo por esta definición de «una cafetería de las de siempre en Madrid»:

«La barra con los bordes metálicos. Taburetes altos con reposapiés. Las bandejas redondas y brillantes. Por la ranura central de los achaparrados servilleteros, también metálicos, asoman servilletas de papel, a veces decoradas. Ceniceros de vidrio basto, arañado, y los palillos en el palillero cilíndrico. Cajas registradoras. La televisión encendida. Echan deportes. Los camareros, casi siempre de mediana edad, llevan chaquetilla y pajarita. Fuman escondiéndose detrás de la barra. Matan la pava y salen disparados para atender al público. El escenario se diseca alrededor de los camareros: ellos son los únicos que envejecen entre el menaje y el cartel de reservado el derecho de admisión. Máquinas expendedoras de tabaco y a veces tragaperras. Tazas y platillos de loza blanca con un filo azul o rojo donde se escribe el nombre de la cafetería. Posavasos. Dos hielos y rajita de limón. Panchos para acompañar la caña de cerveza. Detrás del mostrador, la lista con la selección de bocadillos: calamares, morcilla, tortilla española, cinta de lomo sola o con queso, beicon con queso, pepito de ternera, jamón serrano, salchichón, chorizo. Los imprescindibles. Debajo los sándwiches: mixto, vegetal y mixto con huevo. Y las raciones: aceitunas, patatas bravas y alioli, oreja con tomate, callos, lacón con grecos, patatas con chistosa, pimientos fritos, boquerones en vinagre, ensaladilla rusa, mollejas, pulpo a feria… Contra la pared se apoya la silueta en contrachapado de un cocinero gordo cuya barriga es una pizarra sobre la que se escribe el menú: dos primeros, dos segundos, bebida, café o postre a elegir».

Sin embargo no es ese el sabor que queda en la novela, tampoco el de las croquetas. Lo que queda de Black, black, black son los efluvios que suben del patio de vecinos de papillas asquerosas, alubias con chorizo, guisos modestos y sopas de sobre. El mejunje de un vecindario asesino. Y es que así son a veces las novelas negras, no plato gourmet sino plato de realidad a veces no demasiado agradable.

 

 

Unknown

Subsuelo es la última novela de Marcelo Luján, argentino asentado en España hace más de una década, y aunque el título lleva a la tierra, desde un comienzo los personajes se deslizan en el agua. En el agua de las emociones y recuerdos, en el agua de la piscina, en el agua de los botellines de los que beben una y otra vez, en el agua del pantano, en el agua de la cantimplora y en el agua hecha hielo, ese que por mucho que rebuscas en el frigorífico a veces no encuentras.

Es una novela fascinante, un thriller, que me recuerda a la intensidad de Misery de Stephen King y al suspense de la película Hard Candy. Escrita de forma envolvente, entre carne de de barbacoa de verano y ensaladas de lechuga, que, aunque el autor no lo indique, a mí me saben aguadas. Irremediablemente, el agua.

La novela se lee de un tirón y aunque en los festivales se presente como novela negra, no cumple las pautas del género, aunque a través de ella se pueda observar hasta donde puede llegar la perversidad de un ser humano.

 

 

Unknown

Paco Gómez Escribano dice que es un autor que apenas introduce la gastronomía en sus novelas negras. Sin embargo, Lumpen —la novela que escribe con Luis Gutiérrez Maluenda— huele a croquetas recién hechas y sabe a cocido madrileño. En la retina, la anchoa, el aperitivo que levanta la moral al detective Lucky, protagonista de esta novela-crónica de un barrio como Canillejas, donde la droga y el alcohol han hecho sus estragos.

Mucha birra y mucho DYC se trasiegan en las páginas de “Lumpen” y algún que otro vino y vermú.

La Anchoíta y Los Gatos, dos clásicas tabernas del centro de Madrid son lugares habituales de la novela, a las que se suman la bodega del Rico y otros garitos de Canillejas. Aparece algún que otro bar de menú del día, que Lucky elige sin demasiado acierto:

“La comida era sosa y saludable: ensalada de atún con poco atún y ragut de ternera con poca ternera. (…) Salí triste y hambriento y me fui a casa a echar la siesta”.

Entre las tabernas más míticas de Madrid que salen en la novela está Casa Julio, un sitio reconocido por sus croquetas caseras, pero que sobre todo es famoso porque allí U2 se hizo durante varias horas una sesión fotográfica entre croquetas, café y una copa de vino.

Lo más cachondo es que la gastronomía entra en esta novela hasta por la nariz. Un menda al que llaman el Pimienta para desengancharse de la heroína se enganchó al picante.

“Esnifaba rayas de pimentón picante, se lo comia a cucharadas y masticaba guindillas. Un buen día decidió que aquella no era una forma seria de vivir y decidió firmemente desengancharse del picante. Lo consiguió enganchándose de nuevo a la heroína”.

La novela arranca con Lucky buscando un bar para comer. Con tan mala suerte que al que entra se le habían acabado los garbanzos del cocido. Toda una metáfora de la propia vida del detective que se le hace tarde para ligarse a una piba que le caliente la cama aunque sea una noche y que ya llegó tarde para salvar a su colega de un pico envenenado.

En La Daniela Medinaceli, otra de las tabernas castizas que frecuenta el detective alrededor de su agencia, tienen como especialidad el cocido, pero donde se lo va a tomar es a casa de su madre. Aunque de postre, ya se sabe, lo de todas las madres:

“El cocido estaba de vicio, pero los problemas vinieron después de comer porque mi madre tenía otra aspirante a aliviar mi solitaria y triste vida de soltero”.

Y como madre no hay más que una, vuelve a salir en la novela con acertijo alquímico incluido:

“Decidí ir a comer a casa de mi madre, la vieja estaría contenta y yo comería bien. Todas las madres hacen unas croquetas cojonudas, no esa mierda que viene empaquetada con una etiqueta de colores. Al parecer hay una conexión esotérica entre croquetas y maternidad”.

El detective no profundiza en esa conexión esotérica, pero a mí me ha dado qué pensar. Y es que la maternidad y hacer croquetas tienen el mismo denominador común: la paciencia, la espera y la dedicación.

Siguiendo con lo filosófico-religioso, Lucky regala otra de sus grandes frases:

“Si Dios, con la mejor de las voluntades ha creado los alimentos y el apetito, no veo yo razón para ofenderle no comiendo”.

Y el detective no se priva de nada y priva de todo:

“Tomé un bocadillo de jamón en el Mesón Madrid Jabugo I y un par de vinos. El jodido jamón se dehacía en la boca. El vino ya te lo servían deshecho”.

En una freiduría se va a zampar entresijos y gallinejas, dos de los protagonistas de la casquería madrileña en franco retroceso, tanto como las croquetas hechas por la mano de una madre.

Para saber más de Paco y su cocina literaria podéis leer un artículo en Fiat Lux, una revista del género negro en la que colaboro y donde el autor da su receta de cocido. Me sorprende que empiece por la sal, que fue justo en lo que me quedé corta cuando reproduje la receta. Leer Paco Gómez Escribano y el cocido.

El escritor griego Petros Márkaris en Madrid. Encuentros sobre la novela negra. El chef ha muerto.

El escritor griego Petros Márkaris en Madrid. Encuentros sobre la novela negra. El chef ha muerto.

Escuchar a un autor es fundamental para entender completamente su obra. Este sábado en Madrid, el autor griego Petros Márkaris contó en el Encuentro sobre la novela negra actual: La sociedad es así cómo crea sus personajes y por qué son como son las historias que cuenta y qué es lo que más le importa de la novela negra.
Para él, la novela negra está inventada desde Edipo Rey, aunque fue Conan Doyle el que añadió lo que el escritor griego llama «Principio del Quijote». Al igual que el caballero medieval iba de una ciudad a otra buscando al malvado y haciendo justicia, el detective o el policía van de novela en novela buscando al asesino y haciendo justicia. Es por este motivo que Markaris asegura que no le despierta interés leer a Nesbo, en cuyas novelas no se encuentra este principio de justicia.
Tampoco le convence la novela nórdica en la que solo se come pizza y se bebe cerveza. Para Markaris autores como Camilleri, Izzo, Montalbán y él mismo proceden de familia con gusto, así que «somos gente con gusto». Defiende la importancia del papel que juega la cocina en sus novelas, porque sus historias parten de contar lo que ocurre alrededor de una pequeña familia hecha de personas decentes y normales en Grecia. Y «la preservación de la familia está en sentarse a la mesa alrededor de buena comida».
Márkaris compartió además algunos pasos de su personal receta para escribir:
1. Tomar distancia para la observación ( lo aprendió de Brecht).
2. Crear personajes a partir de personas que conoce (Adrianí la esposa del policía Kostas Jaritos es su madre).
3. «Nunca sé quién es el asesino porque nunca sé más que el protagonista».
4. Contar de forma llana la historia en la que también se encuentra la opinión de un hombre honesto griego como Kostas Jaritos.

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La última novela de Xabier Gutiérrez (la segunda de la que prevé sea una tetralogía de novela negra gastronómica), El bouquet del miedo impregna de aroma al lector. Lo curioso es que las persistentes notas no son las de un vino, sino las de un perfume. Parece que es uno de los más caros del mundo, se llama Shantali. Sándalo, nardo, vainilla, almizcle, ylang-ylang y nerolí, que es el aceite esencial extraído de la flor del naranjo amargo. Una suma de aromas delicados que huelen a fracaso.

En esta novela se habla de dos asesinatos a mujeres, los dos por el mismo motivo, pero uno en la actualidad y otro en los años 60 del pasado siglo. Desde mi punto de vista, el mismo fracaso de siempre, el del machismo. No obstante, en la novela no se aborda esta cuestión.

Vicente Parra, el ertzaintza protagonista de esta saga, junto con su familia, saborean los higos maduros del final del verano, rellenos con foie-gras y avellana (gracias al chef de la casa, el hijo, Alberto Parra). También la extraña familia propietaria de una bodega de prestigio en Laguardia tienen ese sabor, tomándolos como postre al término de la comida. En el estudio de televisión de un famoso cocinero, los higos en forma de mermelada para una tarta de queso impregnan la pantalla de ese sabor que anuncia el término de una estación.

Un sabor común, como el aire que nos rodea, que no nos hace estar en el mismo lugar con las mismas posibilidades de respirar, pero no todos de la misma manera. Algunos se empeñan en seguir matando. Otros en seguir reivindicando sus genes en la prole, en un mundo ya tan líquido y diverso que lo importante es quién cría y no el que concibe.

En la novela no aparecen grandes platos de alta cocina de vanguardia, sino más bien guisos, como los que toma la familia bodeguera (patatas con chorizo, carrilleras de cerdo al vino tinto) o el que intenta hacer la desmemoriada abuela de chipirones en su tinta. Eso sí, me quedo con el menú que el chef Alberto Parra ofrece en su casa para celebrar el cumpleaños de su novia:

-Higos rellenos de foie-gras.

-Txangurro gratinado sobre crema de coliflor y anises.

– Bacalao fresco salado.

Malvices guisadas con puré de pera Williams y canela.

-Torrija de mango a la cassia.

Aromas y sabores de novela negra gastronómica con firma de chef, Xabi Gutiérrez. Si quieres saber más de él, te propongo que leas esta entrevista hecha para The Foodie Studies.

 

Unknown

Rafael Chirbes escribió de gastronomía en el diario El País y en la revista gastronómica Sobremesa, de la que fue director. Pero sobre todo fue un «gourmet» de la literatura, de la pintura, de la música y de la gastronomía. Y esto se nota en Crematorio, un novelón que ha sido la base de una de las mejores series de televisión en España.

En Crematorio, este autor fallecido en 2015, nos da un menú de lo más amplio de grandes citas literarias, canciones y obras de la música clásica, cuadros y piezas arquitectónicas. Sin embargo, nada obstaculiza la lectura rápida de sus más de 400 páginas en las que narra tan solo unas horas. Desde que muere Matías, el hermano progre del protagonista, Rubén, un arquitecto metido a constructor en la costa Mediterránea que ha ganado tanto dinero como delitos urbanísticos y de otro tipo ha cometido.

El dinero hace al gourmet, y el arquitecto que en sus comienzos brindaba con sidra El Gaitero con los engañados dueños de las tierras que adquiría, ahora lo hace con champán, no con cava («Antes decía champán y era cava, o sidra»), con «champán-champán». Mumm, Roederer, Dom Pérignon, Pommery, Veuve-Clicquot.

El dinero y el tiempo ha sofisticado este país de cemento. Sin embargo, en la comida, los hombres pragmáticos lo continuaron siendo en esos años de bonanza en lo comestible, donde la materia prima era lo principal:

«Rubén, comiendo, discutiendo con unos y con otros, metiéndose gamba en los restaurantes, cigala gigante (en la cigala el tamaño sí que importa, compañero), mero, cordero asado a la castellana regado con vino de la Ribera del Duero en el Asador Granadino, descabezando las gambas hervidas en La Xarxa, pasándose la lengua por los labios, zampando, bebiendo».

Algo de filosofía culinaria, sin embargo, sí que demuestra este constructor poco habitual por lo leído. Rubén pide verduras y un pedazo de atún a la parrilla e insiste que a la parrilla porque:

«La plancha es sucia, deja olores innobles, achicharra».

 

Más filosofía se cuela en el pensamiento de la jovencísima novia del constructor, pragmática a su manera:

«A cualquier progresista, a los ecologistas, les parece fatal los cazadores y, en cambio, se muestra como escandaloso que creen preces en cautividad, cuando eso evita en buena parte el expolio marino (…). La pesca reglamentada, con redes, con barcos, con marineros, es pura cacería».

«Imagínate que tuviéramos que comernos los pollos que Dios o la naturaleza (…) nos dan. Comeríamos pollos una vez cada diez años, y a qué precio (…). Los periodistas escribirían artículos larguísimos en las revistas de gastronomía contándonos la delicadeza, el misterioso sabor de las carnes de pollo, su fragancia, como ahora los escriben en Sobremesa para hablarnos maravillas de esos animales que no aceptan la domesticación, la becada, la perdiz roja, el ortolano».

Me ha fascinado la forma en la que Chirbes habla del paso del tiempo a través de lo comido y bebido:

«Ya empiezan a ser muchos días arrastrando mis kilos de más, pero también, y sobre todo, son muchos, muchísimos, una infinidad los kilómetros, una infinidad de habanos, de alcohol, toneladas de solomillos, de chuletones y chuletas, e callos bien melosos y picantes, de meros que alguien acaba de sacar del mar, de sabrosas gambas, de langostas a la parrilla o con arroz o a la termidor. Dicen que todo eso, a lo que yo califico de hermosura, pesa como plomo dentro del cuerpo, esa hermosura alimentaria o gastronómica pesa».

Pero también del paso del tiempo a través de lo gastado en comida:

«Cuesta un dineral que un niño llegue a adulto: toneladas de merluzas, platijas, cazones, lentejas, arroz, garbanzos y todas esas aportaciones de la astucia humana para convertir en apetecible la carne más o menos dudosa: filetes rusos, albóndigas, mortadelas, salamis, supuestas cabezas de jabalí».

Rubén habla de vino y destaca uno del Ródano: Le Sang des Cailloux y hace mención expresa a Sobremesa y su panel de cata. También habla de otros vinos sin dar marcas, pero todo lo rocía y lo quema con whisky y habanos. Mientras que su hermano Matías, el que yace muerto, el que militó en el PCE, era más de ginebra Larios y Ducados.

El arquitecto culto y viajero y constructor sin escrúpulos deja en la novela su recuerdo del mercado de la Merced en Ciudad de México: «olor a cilantro y a pescado podrido». Muy distinto es su recuerdo de Roma:

«Comerme unos buenos fetuccini, unos spaghetti alla matricciana, unas sabrosas vísceras (triple al romana) y grasientas piezas animales bien entrampadas (coda a la vacilara) en Checchino; deshuesar un buen pichón en Il Convivio, regarlo con alguno de esos poderosos vinos de Sicilia, vinos de quince grados que te cubren la boca de terciopelo y te encienden la sangre; con algún supertoscano de moda (un Sassicaia, un Ornellaia). Comer, beber, leer y ver arquitectura y pintura».

El sueño de cualquier gourmet de la cultura: Comer, beber, leer y ver.

 

UnknownHoy vengo a hablar de Dostoyevski. Crimen y castigo es en esencia una novela negra en la que el criminal es el protagonista. Su lectura es inquietante, e incluso desesperante. El autor ruso consigue que el lector se identifique con el personaje, quien, por cierto, es un soberano cretino. El lector lo sabe, lo reconoce, pero no puede evitar ponerse de su lado e intentar salvarlo.

Las más de 800 páginas de este novelón del siglo XIX, caen con la avidez con la que se podría leer una novela actual, porque la estupidez del ser humano continúa siendo la misma. Aquí dejo un comentario de uno de sus personajes que pone la piel de gallina:

«Hay casos en que a las mujeres les gusta horrores que las maltraten aunque den muestras de indignación (…). Al ser humano, en general, le gusta horrores que le maltraten».

Crimen y castigo introduce muchos ingredientes, pero deja el sabor de boca de una sopa de pobres hecha con patata y arroz. El vapor de la sopa y el del té de samovar (el infiernillo típico ruso) se encuentran desde el comienzo hasta el final de la novela.

La sopa que le sirve la vecina el ex-estudiante, porque ya no tiene para pagarse ni los estudios, ni el vestido ni la comida, la sopa que prepara una madre de familia en desgracia a sus tres hijos y la sopa carcelaria, esa a la que no le hace ascos porque:

¿Y que le importaba la mala comida, la sopa de repollo aguada y con cucarachas? En su vida anterior, cuando era estudiante, a menudo ni siquiera había tenido eso».

Crimen y castigo también deja el retrogusto de una comida de exequias preparada por una familia pobre malgastando el dinero en honor del padre alcohólico muerto:

«No había vinos de diversas clases ni en gran cantidad, ni tampoco vino de Madera; pero alcohol sí había: vodka, ron y vino de Oporto, todo ello de la más baja calidad aunque en cantidad suficiente. Además de los consabidos pastelitos de arroz y uvas pasas, había tres o cuatro platos (entre ellos tortitas de sartén)».

La comida de exequias acaba en drama y en toda la novela el lector se siente como quienes malviven en sus páginas en «cuartos estrechos» que «oprimen la mente y el alma».

De esto no hay sopa que reconforte. Quizás por ello, el autor de Crimen y Castigo deja una puerta abierta a la esperanza recordando «la historia de la continua renovación del género humano». Confiemos en ella, aunque sea acompañada de sopa pobre de arroz y patata.